ROBERTO MASEDA, PUNTO Y APARTE.

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Julio Muñoz
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ROBERTO MASEDA, PUNTO Y APARTE.

Mensaje por Julio Muñoz »

ANTECEDENTES

EL REGRESO DE SALOU, UNA MAS DE ROBERTO

Mientras esperábamos el AVE en el andén de la estación de Tarragona Camp para regresar a nuestro destacamento, se acercó a nosotros un señor con una bolsa de viaje y 5 cajas planas de cartón agujereadas por la tapa con un BIC (como el de nuestro Sargento 1º Sergio Polo). Con algo de timidez y bastante corrección, nos preguntó sobre la ubicación del vagón número 6 (el mismo que el nuestro), ya que en el suelo del andén no figuraba su numeración, como es habitual en otras estaciones. Roberto tampoco lo sabía, pero le daba igual, él empezó a disertar sobre todo lo que se le ocurría, incluida su pobreza y el motivo de nuestro viaje, al tiempo que le aconsejaba que nos siguiera a la hora de subir al tren.

Durante la espera del tren el viajero contó que vivía en una finca cercana, donde tenía su casa, y que se desplazaba a Lleida para pasar unos días. Allí lo esperaban su hija, su yerno y sus tres nietos. Cuando Roberto escuchó que vivía en una finca, se echó la gorra hacia atrás para despejarse el pensamiento y dar salida a su más sociable y atenta conversación. Con la sabiduría, retranca y desparpajo que le caracterizan empezó a hablarle de las suyas, haciéndole un pobre pero detallado inventario de sus bienes materiales, animales y vegetales. Mientras el catalán y el gallego intercambiaban cálculos de sus respectivas existencias, a cuál más exigua, Roberto lanzó un “estacazo” a los bancos, dejándole muy claro a su compañero de viaje de manera más directa que indirecta que no tenía dinero porque era pobre (por si las moscas, ya que, algunas veces, el dinero separa a los amigos; o te piden, que es peor). Ya se acercaba el tren al destino de su nuevo amigo catalán, que se levantó de su asiento para despedirse de Roberto, haciéndolo muy atentamente y obsequiándole con una de las cajas con doce pollos que habían nacido el día anterior, y que llevaba a sus nietos porque disfrutaban mucho con ellos (pobres pollos).

Ahora seguimos con los pollos de Roberto. Al arrancar el tren, viene una azafata con un cesto de mimbre ofreciendo auriculares. Cuando alarga una mano a velocidad de lengua de camaleón para cogerlos, la otra se desnivela, y la caja se vuelca. Los pollos rompen filas obligatoriamente, protestando a coro por su precoz, prematuro e improvisado vuelo (o aterrizaje forzoso). Los viajeros chillan y miran por el suelo mientras sufren picotazos en medias de cristal y calcetines de ejecutivo, Roberto “colorao” como una sandía, Angelines con los ojos pegados en la ventanilla, mi “sargento” partiéndose de risa con la cara dentro del bolso buscando el móvil y yo que me “piro” a la cafetería. Al llegar a Atocha, los pollos se despiertan, pero con el paseo que les dio Roberto meciéndolos se volvieron a dormir. Embarcaron en el ALVIA hacia Gijón, y todavía no he vuelto a tener noticias de los pollos ni del “pollo” que montó el galleguiño Roberto. Según me anticipó al despedirnos, cada uno de los doce pollos llevará el nombre de un sahariano.

Un abrazo.

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VIDA DE POLLOS. CAPITULO I

UN AMANECER

Era temprano, el Sol se desperezaba con alegría, las nubes aligeraban su errante vuelo huyendo de los rayos que les amenazaban. Se asomó a la ventana con medio pijama puesto y los párpados a media altura (sabiduría gallega, en el punto medio está la virtud). Guiñando un ojo, escudriñó el cielo y el horizonte en todas direcciones. Le pareció el día más propicio para ejecutar sus deseos e intenciones. Su misión era muy importante; rebosaba optimismo y ganas de triunfar en los negocios, como los grandes empresarios (bueno..., sí..., algunos). Tieso como una vela, marcando el paso y silbando una lejana diana, se dirigió muy ufano a su civil y civilizado “campo de las margaritas” para asearse. Terminó pronto, aunque, como cada mañana, dedicó, durante un instante, una despectiva y fugaz mirada al espejo para reprocharle, peine en mano, su inutilidad frente a su yerma cabeza. Salió de su casa con el estómago “pegao” (o en ayunas, para entendernos mejor) A pesar de todo se sentía contento, hoy desayunaría en la cafetería de un amigo; mientras tanto, leería gratis toda la prensa a su alcance. Desayunó como habitualmente no hace en su casa; claro, era el cumpleaños de su amigo, y no tuvo más remedio que dejarse invitar ante la breve y cumplidora insistencia del tabernero.

Una vez desayunó opíparamente para toda la semana, se dispuso a cargar en el coche el coro de su plumífera mercancía, ya que el día anterior tuvo conocimiento de la celebración de un mercadillo medieval en un pueblo cercano, y le habían informado sobre la existencia de compraventa e intercambio de diversas especies animales, incluidos pollos lejanamente emparentados con los que le regaló un ocasional amigo catalán al regreso de Salou, y que Roberto tenía acomodados de mala manera en su terraza-balcón, desde donde caían habitualmente gran cantidad de granos de maíz y desechos intestinales que bombardeaban continuamente las jaulas de alambre de unos canarios que los residentes del piso inferior tienen en la terraza. Los restantes vecinos también han manifestado con sonoros razonamientos su malestar debido, principalmente, a los permanentes y gallináceos conciertos, desconciertos, dianas, peleas, etc. al amanecer.

Ayudado por un amable vecino, acercaron al coche la jaula que el mismo le acababa de prestar para transportar su gallinácea prole; pero pronto empezaron a complicarse las cosas .La capacidad del maletero del coche de Roberto era algo escasa para sus pretensiones de transporte, según pudo comprobar midiendo con su cinturón en una mano y la otra sujetándose los pantalones; como mucho, un macuto para un par de bocadillos. Así las cosas, y después de numerosos intentos y cálculos aritméticos y geométricos efectuados con su cinturón, no encontraron forma humana de introducir la jaula con los pollos en el maletero. Pero en esta vida casi todo tiene solución para un gallego, le dio las gracias al solícito vecino por su voluntarioso pero fallido intento de ayuda, y colocó los cinco pollos y las siete gallinas junto a los asientos traseros (la docena de pollitos ya tenían algunas diferencias biológicas). En previsión de una eventual frenada brusca, arropó a los pollos con una manta, colocándolos junto al respaldo del asiento delantero, y las gallinas en el asiento trasero (había que proteger a las coquetas damas y sus coloridas plumas). A continuación, cubrió el motorizado gallinero con una colcha de oferta que había adquirido en una tienda próxima a la cafetería, donde la 2ª unidad tenía el 50 % de descuento respecto al precio de la primera, pero Roberto solamente compró y pagó la 2ª unidad, saliendo de la tienda a paso ligero, dejando impávido al tendero mientras justificaba y alegaba su exiguo pago porque era pobre y siempre compraba lo más “baraito”, la mucha prisa que tenía, sus doce ”niños” esperando en el coche, la crisis, etc. Cerró el maletero, desfiló cuatro zancadas frotándose las manos hasta llegar al volante. Era el rey del pollo vivo, se sentía con ganas de volver a ver a su amigo catalán para darle algunas lecciones del espíritu de empresa gallego. Esta vez, el cuento de la lechera (o de los pollos) tendría buen final...

Roberto conducía con cierta prudencia debido a las cerradas curvas, pues parece que soltaron una cabra para efectuar el trazado previo de numerosas carreteras gallegas, principalmente en los pueblos y aldeas. Los pollos tenían algo que alegar ante sus continuos vaivenes contra ventanillas opuestas, y lo manifestaban, unos bajo la manta, otros sobre ella y los más atrevidos picoteando los cristales de las ventanillas. Los pollos más flamencos se situaron sobre la bandeja, sorprendiendo a los conductores que venían detrás contemplando mascotas vivientes con coloridas plumas bailando sobre la bandeja trasera.

Nuestro galleguiño sosegaba su conducción, respirando más tranquilo ante la próxima y feliz conclusión de su viaje. Presintiendo su destino, los pollos se inquietaban y alborotaban con mayor intensidad. Se acercaban las señalizaciones habituales de zona urbana. Roberto observó en el arcén la presencia de un policía municipal que orientaba a los conductores precedentes sobre los lugares menos problemáticos para aparcar. Cuando llegó a su altura detuvo el coche, bajó la ventanilla derecha para atender las indicaciones de la autoridad. Al inclinarse sobre la ventanilla para darle instrucciones al conductor, el pollo más revoltoso lo sorprendió inesperadamente, saltando y agarrándose con uñas y pico en su gorra, con tal ímpetu que lo derribó de espalda. En su caída, saltaron de sus fundas la porra y la pistola. Roberto, ante tan delicado incidente, salió del coche como un rayo para atender al policía, recogiendo, en primer lugar y con buen criterio el arma y la porra, dirigiendo su punto de mira hacia el cielo para prevenir un accidente, siguiendo para tratar de ayudar al policía derribado, que no podía levantarse por sus propios medios debido al fuerte golpe recibido. Mientras Roberto intentaba azarosamente de corregir el desaguisado, el compañero de la autoridad que se quejaba en el suelo se percibió del incidente, acudiendo, pistola en mano, al comprobar que Roberto estaba armado. En su nerviosismo, nuestro gallego bajó la mano derecha con la pistola al tiempo que subía la izquierda con la porra, y así alternativamente durante varios minutos hasta que se encontró encañonado de cerca por el policía gritándole ¡¡¡ALTO A LA AUTORIDAD!!! Roberto le entregó sumisamente y en silencio la pistola y la porra con suma delicadeza. A continuación, con las manos en la cabeza Roberto trataba de explicar lo sucedido sin reparar, por el momento, en las causas, al tiempo que se adelantaba al policía en su intención de ayudar al compañero que estaba en el suelo. Afortunadamente, el incidente no parecía grave, ya que trataba de incorporarse mientras se colocaba las manos donde la espalda pierde su honesto nombre. Roberto respiró por fin, preguntándole si tenía dolores y expresándole su sentimiento por lo ocurrido. Mientras sacudía su uniforme y le ayudaba a levantarse, el policía le manifestaba que estaba bien, que era duro como una piedra, y que desde que estuvo en el Sáhara haciendo la Mili su uniforme nunca había estado por los suelos. Roberto empezó a cambiar de color como los camaleones, no encontraba la forma de conectar todas sus clavijas. Al observar su semblante, el policía le preguntó si le pasaba algo o se encontraba mal, que no debía preocuparse, que él estaba bien. Roberto se repuso en un instante, comentándole a bocajarro que él también estuvo en el Sáhara, en Tropas Nómadas. Ambos se cuadraron y se saludaron mutuamente.

Una vez que el compañero del policía se hizo cargo del tráfico, Angelines y los dos saharianos, brazos sobre hombros, se dirigieron a un restaurante para reponerse tomando un caldo gallego, un pulpo, unos Ribeiros...

Continuará...
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